Antes de comenzar, y aunque suene tópico, perdón por el retraso. Llevaba sin publicar nada desde febrero, gran mes, mejor persona, y la verdad es que no puedo echarle la culpa a que no haya habido nada de lo que hablar. Más allá del juego de Naughty Dog que hoy nos ocupa, ha habido otros tantos títulos, como el polémico No Man's Sky, y varias películas, como las bochornosas incursiones de DC en el cine -Batman V Superman y Suicide Squad, por si cabía alguna duda de a qué me refería-, así como los placeres cinematográficos que son Captain America: Civil War y Deadpool. De todas ellas hablaré otro día, porque hoy toca centrarse en nuestro Nathan favorito -con permiso de Fillion-, en nuestro Sully de toda la vida y en su más que nunca hiperrealista bigote.
El regreso de Nathan Drake es uno de los acontecimientos del año, desde luego, y es que es algo que los seguidores de la saga, y todo aquel que se comprase una PlayStation 4 esperando jugar a una exclusiva potente, llevábamos años esperando. Tras una inmejorable segunda entrega, el listón bajó ligeramente con la tercera parte, posiblemente debido al síndrome de Michael Bay, es decir, emperrarse en que todo debía de explotar en todas las escenas, a cada cual más espectacular, perdiendo así de vista el enfoque en la historia y pareciendo más bien un desfile de set-pieces sin demasiada coherencia argumental. Sin querer decir que era un mal juego, afortunadamente el equipo de Amy Henning dejó paso al de Neil Druckman y Bruce Straley, responsables de Uncharted 2 y The Last of Us.
Es precisamente este último el que tiene más influencia sobre A Thief's End. No, no es que haya zombies/infectados -lo siento, no los hay, es el único spoiler que vais a ver de la historia en este análisis-, si no que esta entrega se siente mucho más personal, centrándose más en los sentimientos y dilemas internos de los personajes, algo en lo que ahondaré más adelante.